Terry fue un perrito muy especial para mi, que hasta el día de hoy me provoca mucha tristeza no tenerlo conmigo, era un mestizo de color blanco con manchas café oscuro, de tamaño mediano. Llegó a casa un 02 de febrero cuando yo debo haber tenido 4 años, porque aun no iba al colegio y eso fue cuando cumplí 5 años. Me lo trajo mi tío Enrique, el hermano de crianza de mi madre y mi tía Lola. Luego que mi gatito partió al cielo de los gatitos producto de una enfermedad desconocida para entonces, insistí mucho en que quería un perrito y finalmente llega mi Terry, quien se transformó en mi compañero de juegos.
A él no le agradaban los niños, se volvía agresivo ante la presencia de cualquier niño en la casa, a excepción de mi. Terry era un bebé de dos meses y dormía con nosotros en la cama. A los pocos días de su llegada a la casa, con mi madre nos fuimos de vacaciones a Huasco, donde vivía su otra hermana, Ana, quien estaba casada con un ingeniero de nombre Hernán, que trabajaba en la Endesa ubicada en Huasco, en el norte de Chile. Ese matrimonio tenía 2 hijas que eran mis primas, Ana Claudia y Sandra, ambas menores que yo. Tiempo después de eso, nace Hernán.
Pasamos allá al menos tres semanas y al regreso a Santiago, Terry estaba ubicado en la parte techada del patio, con una casa especialmente acondicionada para él, preparada por Carlos, el marido de mi tía. la casita lo protegía del frío y de la lluvia. Mi tía no concebía que los perros vivieran dentro de la casa.
Cómo mi Terry estaba en el patio, pues entonces, ese comenzó a ser nuestro lugar común, pasábamos la mayor parte del tiempo juntos, ya que mis días eran solo llenos de juegos, al cuidado de mi tía que permanecía en casa. En Chile comenzaban tiempos difíciles. En el patio había un amplio parrón con uva rosada y uva blanca, la que yo acostumbraba a comer a diario, mientras jugaba. Le enseñé a Terry a comer uva, ya que le compartía lo que yo comía. Recuerdo que cuando me compraban algún helado en el local ubicado en la Plaza Chacabuco a una cuadra de nuestra casa, siempre quería irme rápidamente para alcanzar a compartirle mi helado a mi Terry, el que se devoraba con un ágil movimiento de su rabito, ya que no tenía colita, como en símbolo de agradecimiento. Todo lo que yo comía, también lo probaba mi Terry.
Terry se acostumbró a ubicarse bajo el parrón y a mordisquear los racimos cuando yo bajaba alguna guía hasta su altura, para que ambos pudiéramos disfrutar de su dulzura y textura. Poco a poco ese perrito, se transformó en mi compañía y soporte emocional, sin darme cuenta ni saberlo. Él me enseñó a ver que tras esos ojitos café rojizos había un ser sintiente y que parecía comprenderme más allá de los adultos con los cuales yo crecía, inmersos en sus preocupaciones y carencias económicas, producto de los bajos ingresos conseguidos. Tenía conversaciones con mi perrito, era mi compañero, fuimos creciendo juntos y eso generó un tremendo vínculo entre ambos. Su mirada era diferente, sentía que él se comunicaba conmigo, que comprendía mis palabras, era inmensamente paciente conmigo.
Mi madre y mi tía no habían logrado siquiera terminar la enseñanza básica, lo mismo el marido de mi tía Lola, que venía del sur. Él había conseguido un puesto de trabajo en una fábrica de loza llamada Rosenthal, que recuerdo estaba ubicada en la comuna de Puente Alto, en ese tiempo esa comuna era muy lejana, había que cruzar por zonas campestres para llegar hasta allá.
Mi familia procuraba tener una buena alimentación, se le daba mucha importancia a eso, y se cuidaba especialmente lo que yo iba a comer a diario, debía ser variada y nutritiva, una vez a la semana, pescado, carnes, legumbres, acompañadas de verduras y por supuesto, mucha fruta. Eso era lo primordial para mi tía, quien se hacía cargo de preparar todo lo que comíamos a diario.