El tiempo pasa rápido y a poco tiempo de haber llegado a mi familia, un tanto no típica, formada por mi madre, mi tía Lola y su marido, (para entonces ya tenía a mi Terry, mi perrito). Llegaba el momento de que ingresara a un colegio, en diciembre 1970 había cumplido 5 años y debía ingresar a Kinder al año siguiente. Así es que mi madre, se dió a la tarea de ubicar un buen colegio en el sector de la Plaza Chacabuco, el mejor evaluado era el Santa María de Cervellón, que está aun ubicado en la Calle Independencia, y quedaba como a 4 cuadras de la casa.

Recuerdo que en algún momento, mi madre me comenta que quería ponerme en ese colegio y que era un colegio religioso católico, donde las docentes en su mayoría eran monjas. Cosa que a mi me generó un gran rechazo, no me inspiraban confianza las monjas. El solo hecho de imaginarme cerca de una de ellas, me incomodaba mucho y atemorizaba en realidad. Le respondí que no quería, que yo no pensaba ir a un colegio de monjas. Mi respuesta causó sorpresa en todos, pero en mi madre sobretodo. Ella sintió que era tan grande mi convicción y seguridad al enfatizar mi negación a educarme ahí que, lo aceptó y me dijo que estaba bien, que si no quería, entonces no me matricularía ahí y no tendría que hacerlo.
La búsqueda en el sector continuó, en ese tiempo los colegios eran de dos tipos, particulares donde se debía pagar matrícula y luego mensualidad, y los otros colegios eran los fiscales, donde no se pagaba. Cómo siempre quisieron lo mejor para mi, la idea es que fuera a un colegio particular, y ese fue el enfoque en la búsqueda. Finalmente de barajar algunos, la decisión tomada fue que ingresara al Colegio Carlos Condell, un colegio mixto que estaba ubicado en la calle General Saavedra, como a una cuadra de la calle Independencia. Era un colegio muy pequeño con un curso por nivel, por lo que la educación era bastante personalizada, por así decirlo.
Tenía ansias por entrar al colegio, recuerdo que como anticipación a ello, me compraron un set pequeñito de un diccionario Sopena pequeñito, con tapa celeste, un lápiz mina y una goma de borrar. Quería que el tiempo pasara pronto y entrar al colegio, para entonces yo ya jugaba a escribir y hacía líneas en un cuaderno, y luego simulaba leer lo escrito e iba inventando una historia en el mismo momento. Esas historias se las iba a “leer” a los Carabineros de la 5° Comisaría, ubicada a una cuadra de mi casa en la calle Hipódromo Chile.
Las clases eran impartidas en dos grandes salas, donde los bancos se ubicaban por fila, y cada fila era un curso. Una de las salas de clases, la más amplia, estaba a cargo de una profesora, su nombre era Margarita (le gustaba que le llamaran Srta. Maggie), una mujer joven delgada, de pelo negro y tes blanca, quien era sobrina del Director, el Sr. Herrera, no recuerdo su nombre de pila, un hombre ya bien adulto, con canas, de voz potente, delgado, pero muy cálido en el trato con los alumnos a pesar de ser firme y de imponer al orden a todos. El Sr. Herrera atendía tres niveles, de 4° a 6° básico, y la Srta. Maggie, de kinder a 3° básico.
Fue un muy buen colegio para mi, la educación era buena y como estábamos tres niveles o cursos juntos, era imposible no absorver o escuchar lo enseñado a los demás cursos, distintos al propio.
Durante los recreos los más pequeños no teníamos permitido ir hacia la cancha de fútbol que tenía el recinto, solo debíamos quedarnos en el patio común, que era como un jardín con algunos árboles y pocas bancas de madera, pintadas de color blanco. Cuando ya fui creciendo, no hacíamos mucho caso de no juntarnos con “los más grandes” y jugábamos todos juntos. Me gustaba ser parte de los partidos de fútbol mixto que se armaban en los recreos. Al inicio de la semana, como era costumbre entonces, entonábamos el Himno nacional, pero también cada lunes, cantábamos “Río Río”, que era cantada y popular por el grupo Los Huasos Quincheros en las radios. Cada vez que escucho esa canción, viajo a esos años y veo la imagen del Sr. Herrera con un abrigo grueso de color negro, dirigiendo el coro que formábamos todos sus alumnos, formados ordenadamente en el patio antes de entrar a clases. Siempre me he preguntado si mis compañeros de ese tiempo, recordarán como yo y con el mismo cariño a ese profesor.
Los recreos eran para comer la “colación”, ni pensar en un kiosco con venta de comida chatarra y dulces en el patio, en esos años. Cada uno llevaba un sandwich o fruta desde la casa. A mi me pelaban y picaban en trozos una manzana, la que llevaba en una bolsa plástica transparente parecida a las bolsas ziploc de hoy. Me comía con tantas ganas esa manzana, pero también lentamente para saborearla, siempre he comido lento.
Son lindos recuerdos para mi, ese tiempo, fue donde hice mi primeros amigos y compañeros de juegos. Era un colegio mixto, por lo que la interacción eran con niños y niñas, eso facilita la socialización de los más pequeños. Luego me cambiarían de colegio en 4° básico.
Viví mi primer amor platónico en ese colegio, con apenas 6 o 7 años me gustaba un niño de un curso de “los más grandes”, no recuerdo en que curso iba, si recuerdo su nombre, Omar, debe haber tenido unos 12 años, como era vecino del barrio, lo veía también cuando transitábamos por el barrio, por las calles o en el centro comunitario del sector, que era donde ibamos al Centro de madres.